Migrantes entre paliativos e incertidumbres

Sin duda alguna merece saludarse que Malasia e Indonesia se comprometieran en un acuerdo a recibir a miles de migrantes a la deriva en el mar, víctimas de traficantes y protagonistas de una crisis de imprevisibles consecuencias. Pero su visión temporal, por solo un año, después ceder a la presión internacional, y sin un enfoque integral de la dimensión del problema, deja dudas sobre una futura solución sostenible.
Por lo pronto bienvenida sea la anunciada disposición manifestada en Kula Lumpur a través de sus respectivos cancilleres, Anifah Aman y Retno Marsudi, de aceptar en sus costas la llegada de embarcaciones cargadas de roghinyas de Myanmar y bengalíes. Al menos tiene la virtud de salvar vidas por su carácter humanitario, y la prueba está en las verificadas condiciones físicas deplorables en las que arriban, entre ellos mujeres y niños después de meses de travesía apenas con alimentados y deshidratados, y abandonados por los traficantes.
Es de notar que el jefe de la diplomacia de Tailandia, Tanasak Patimapragorn, participante en el encuentro triangular de Kuala Lumpur, se retiró sin participar en la conferencia conjunta ofrecida por sus dos colegas interlocutores.
Se trata del país que por su directa vecindad con Myanmar carga con el mayor número de inmigrantes ilegales, desde que se recrudecieron las persecuciones a la minoría musulmana roghinya y sus autoridades de frontera nunca vacilaron en repatriarlos.
Cientos de miles sobreviven en campamentos de refugiados, sin que la agencia de Naciones Unidas sobre estas poblaciones en el mundo (Acnur) lograra una repatriación con garantías ni procurarles asientos en terceros países remisos a aceptarlos.
En una suerte de tierra de nadie, muchos de ellos han caído en manos de redes de trata de fuerza de trabajo, de las que obtienen jugosas ganancias tras la prometida Malasia donde unos 100 mil indocumentados son empleados en duras faenas con precarios pagos. Solo el descubrimiento de tumbas de refugiados en ocultos campamentos de tránsito, y la complicidad de policías, llevó al gobierno a la adopción de medidas para frenar el ingreso de inmigrantes y con ello desviar el flujo a los dos países, aprovechando de paso para cerrar puertas.
Malasia e Indonesia sellaron el mencionado acuerdo por un año a condición de recibir una necesaria ayuda internacional, en torno a la cual surgen inevitables interrogantes sobre la voluntad que tengan las naciones ricas, con más recursos, si ni siquiera han conseguido delinear una solución a la colosal tragedia migratoria en aguas del Mediterráneo.
En cualquier caso, como en la frontera mexicana-estadounidense, o los haitianos que se lanzan al mar rumbo a Florida, la pobreza suele ser el denominador común, sin descontar violentos conflictos internos.
Por el momento en la crisis migratoria en el Sudeste Asiático aparecen más visibles sus efectos que sus causas, y en este capítulo se menciona poco la situación de los roghinyas, excluidos de reconocimiento ciudadano y legal y bajo la hostilidad de extremistas budistas.
Y eso que acaban de salir a la luz pública campamentos en sus costas con depauperados aspirantes a lanzarse a peligrosas travesías, estafados por especuladores, lo que indica si no complicidad, al menos aceptación oficial de semejante tráfico.
De paso esta crisis proyecta una sombra sobre la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático, próximo a constituirse en comunidad económica, con cuatro de sus 10 integrantes implicados, que pondrá a prueba su capacidad para enfrentar este nuevo desafíos con acciones concertadas.
Tomado de Prensa Latina