Crónicas Guantanameras: Lo que Obama quiere que olvidemos

Mar 24, 2016

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Por Ana María Radaelli

No es posible olvidar la historia. Quizás el llamado a la amnesia colectiva pueda funcionar en Estados Unidos, pero no en Cuba, que tiene grabada en su piel la memoria de lo que fuimos, como nos recuerda la periodista y narradora argentina radicada en Cuba, Ana María Radaelli, quien fuera la jefa de redacción de la prestigiosa revista Cuba.  Esta selección de crónicas, escritas en Caimanera en 1981, fue incluida en el libro de Ana María, Destino Cuba (Arte y Literatura, 2013). Lo triste es que el infierno que fuera Caimanera hasta 1959 sigue instalado en una porción de ese territorio que se le ha usurpado a Cuba.

Caimaneras by night

He llegado a Caimanera, en la oriental provincia de Guantánamo, y confieso que me resulta difícil entender y aceptar que haya una frontera, y nada menos que con los Estados Unidos, aquí, en Cuba, bajo este cielo de porcelana y este sol que arremolina destellos en las quietas y límpidas aguas de la bahía, esa a la que Cristóbal Colón, el 29 abril de 1494, diera el nombre de Puerto Grande, asombrado por su amplitud y esplendor.

Sin embargo, las cercas están ahí, estirándose a lo largo de las colinas que rodean la Base naval norteamericana, apenas presentida desde la carretera donde nos hemos detenido solamente a mirar. El colega guantanamero que me acompaña y sirve de guía me pide quedarme muy quieta, “no gesticules ni alces los brazos”, dice, nada que pueda interpretarse como una provocación, o molestar a las postas yanquis que, provistas de catalejos y armas largas, nos observan desde sus atalayas. “Cualquier pretexto les viene bien para disparar”, me recuerda.

La sensación no puede ser más desagradable.

Frente a la Base que no puedo ver desde donde me encuentro, repaso mentalmente la larga entrevista que sostuve hace solo unos días con el profesor Miguel A. D’Estéfano Pisani, eminente jurista y profesor de la Universidad de La Habana. Especialista en el tema de la Base de Guantánamo, “un absurdo jurídico” parido a la sombra de la Enmienda Platt, que los Estados Unidos impusieron a Cuba recurriendo a la coacción y al dolo tras tronchar la victoria de las armas cubanas sobre España y ocupar la Isla, D’Estéfano me habló largamente sobre el falso arrendamiento, nulo de origen, que abre la cadena de otros muchos absurdos jurídicos en los que se asienta el despojo de esta porción de territorio cubano, “el insólito caso de una base yanqui en un país socialista”. Y me recuerda que si los piratas y bucaneros fueron los primeros en percatarse de las condiciones excepcionales del enclave, los estrategas norteamericanos no tardaron en llegar a las mismas conclusiones: “Necesitaban esa bahía para conformar, con Puerto Rico y Panamá, un triángulo perfecto queles permitiría hacer del Mar de las Antillas y el Caribe un lago privado”, recalca.

En fin, que ya estoy en Caimanera, la del triste recuerdo, la de la tenebrosa historia de prostíbulos y prostitutas famélicas y extenuadas, de niños harapientos y barriga hinchada de parásitos, sórdido y misérrimo emporio de todos los vicios que, como una plaga, trajeron con ellos los marines yanquis. A las seis de la tarde, día tras día, la base de Guantánamo “soltaba el franco”, arrojando, sobre el paupérrimo pobladito de madera, a miles de soldados norteamericanos ávidos de alcohol, sexo, juego y drogas.

Miro una vieja foto del “Navy Star Bar”, uno de los tantos tugurios que pululaban en medio del mayor de los desamparos. La mujer que me tiende la foto lo conoce bien, como conoció a todos los demás, una mujer cuyo nombre no habré de revelar, porque poco importa cómo se llame: su destino corrió parejo al de miles y miles de muchachas que conocieron en carne propia el martirio de la degradación, recorriendo, sin escalas, el vía crucis completo de la desesperanza. Está de acuerdo en que la llame Rosario.

“Si, yo trabajé en la Zona de tolerancia”, dice de entrada y sin titubeos. Y así me entero de su historia, que debe ser el calco, ya lo dije, de miles y miles de historias más. “Éramos ocho hermanos, vivíamos en el campo, tierras de latifundio, y mi mamá enfermó de tuberculosis. Eso abundaba entonces, usted ya sabe, era mucha el hambre, y ni hablar de las enfermedades y la falta de medicinas… Fui a parar a la Zona, y yo era tan jovencita… Viví todo eso. Teníamos que pagar cada semana los exámenes de profilaxis, y si una se enfermaba, pues a la calle. A la dueña del prostíbulo le pagábamos 3,50 pesos diarios por el cuartucho. Algunas monedas sacábamos con la bebida, pero la madama se quedaba con todo. Cuando teníamos la menstruación, ella misma nos taponaba con trapos para que pudiéramos seguir trabajando…”

Allí las broncas, los golpes, las palizas, los navajazos, los atropellos, eran cosas de todos los días, recuerda Rosario. “Soltaban el franco a las seis y caían como bestias sobre nosotras. ¡Las cosas que habré visto y vivido en la Zona! Verdaderos degenerados los marines yanquis, ¡qué no nos hacían!”

Se le empañan los ojos, y la voz, enronquecida, evidencia el sufrimiento que todavía lleva cosido a la piel.

“Pero un día me quité, ya no podía más. Dejé aquello y empecé a ayudar a los compañeros del Movimiento 26 de Julio, en la clandestinidad. Pasando un día frente al cuartel, me dice un sargento: Oye, p… ¿así que ahora tú andas con los barbudos de Fidel? Y de un empujón me entraron y me tiraron a un calabozo, sucio, cochino, lleno de ratas. ¿Qué si tuve miedo? Ay, no, qué va, dígame usted, ¿a qué se le puede tener miedo después de haber vivido en la Zona?”

Días más tarde la dejaron en libertad y ella siguió colaborando con la guerrilla, como si nada. Entonces llegó la Revolución, y Rosario se hizo miliciana, miembro de los Comités de Defensa de la Revolución y de la Federación de Mujeres Cubanas. ¿Sintió, tal vez, rechazo? “Si, al principio me discriminaban, yo sabía que eso iba a pasar, así que no me desalenté, no, jamás… Habré llorado un poco, pero seguí adelante, pensando que tenía que hacer todo lo posible por la Revolución. Me dieron trabajo casi enseguida, y aquí me tiene, como una compañera más que todos respetan. Ésa es la pura verdad”.

Las demás mujeres que asisten a esta entrevista, unas diez ex prostitutas de Caimanera, se levantan y abrazan a Rosario. A ellas, también, hoy la vida les sonríe, pero no quieren olvidar, y por eso están conmigo, para hablar de aquellos años infamantes.

En 1902, una vez truncada la victoria de los mambises sobre España, y arrebatada al pueblo de Cuba su legítima independencia, el gobierno militar yanqui de intervención instituyó un Reglamento Especial para el régimen de prostitución en la Isla. Después de detallar minuciosamente, en 13 artículos, la forma en que se debía explotar la trata, concluía con las siguientes observaciones:

“Nuestra misión ha sido edificar una república anglosajona en un país latino, donde aproximadamente el 70% de la población es analfabeta. En resumen, establecer en poco más de tres años una colonia militar latina, una república calcada exactamente de nuestra gran República”. Y a continuación, la firma: Leonard Wood, Gobernador militar de Cuba, representante de las tropas norteamericanas de ocupación.

Pero debo cumplir la promesa que hice a Rosario, y a las demás mujeres, por supuesto. Decir que Caimanera fue también la pequeña ciudad heroica que mandaba hombres, pertrechos y medicinas al Segundo Frente Oriental “Frank País”, dirigido por Raúl Castro, la primera que liberó el Ejército Rebelde, y desde entonces, y como le gusta llamarse, la Primera trinchera de lucha frente al imperialismo yanqui, y lo de “frente” no es metáfora.

Desde el atardecer, el poblado se ilumina tanto que parecería de día: son las luces de la Base de Guantánamo que, aparte de toda la infraestructura del complejo militar, es también una verdadera ciudad norteamericana, con calles y avenidas, hoteles, cines, estadios, casas de departamentos y mansiones para la alta oficialidad, clubes, piscinas, parques y jardines, que despliega, en derroche abrumador, miles y miles de luminarias que incendian la noche. Es un espectáculo rarísimo el contrate que así se produce en tan humilde pueblito, como rarísimo me resulta constatar que varias cadenas de radio y televisión yanquis entran, como Pedro por su casa, en los modestos hogares guantanameros…

Nada, cosas de “la frontera”.

 

Torturado en la Base

La sombra de la Base, la para mí invisible presencia de la Base como una maldición. De ella despegaban los aviones de la tiranía de Batista que allí se abastecían de bombas convencionales y también de napalm para aniquilar las comunidades campesinas, en las Zonas liberadas por la guerrilla.

Guarida de apátridas, esbirros y contrarrevolucionarios de toda laya a partir de 1959, la Base “multiuso” fue centro de reclutamiento y entrenamiento de saboteadores y espías, sitio escogido para infiltrar y exfiltrar agentes de la CIA, base de operaciones de gran envergadura enfiladas a destruir a la naciente Revolución. El 13 de agosto de 1959, las autoridades cubanas revelaron detalles de un plan fraguado por la CIA para imponerle a Cuba una guerra de exterminio: un atentado a Raúl Castro, el 26 de julio, en el multitudinario acto de conmemoración por el asalto al cuartel Moncada, seguido de un simulacro de ataque a la Base a manos de un pueblo estremecido de indignación, “justificaría” la inmediata intervención armada de los Estados Unidos.

El 17 de octubre de 1979 se produjo un aparatoso desembarco de 2 200 infantes de marina yanquis en la Base naval de Guantánamo, como parte de las maniobras de intimidación de los Estados Unidos hacia Cuba. En sólo veinte años, las provocaciones e incidentes sumaban 12 668. Frío dato de una cifra que encierra el dolor por los compañeros torturados o asesinados en o desde la Base.

Manuel Prieto comenzó a trabajar en la instalación militar yanqui en 1947, como peón. Después fue mensajero y más tarde se hizo soldador. Cuando se produjo la primera toma de Caimanera por las fuerzas rebeldes, el 1 de abril de 1958, pertenecía al grupo de Acción y Sabotaje del Movimiento 26 de Julio. Lo prudente, entonces, habría sido coronar las lomas y unirse a los guerrilleros, pero Manuel sabía que su puesto de combate estaba en la Base.

El 5 de enero de 1961 lo detienen al finalizar su trabajo, justo en el momento de franquear la puerta de salida. Acusado de ser un agente del gobierno revolucionario cubano, empezó para él una larga pesadilla, de la que aún conserva vestigios. Esa renguera, tan notoria, por ejemplo.

“Me estuvieron interrogando y dando golpes toda la noche. Después me llevaron a un departamento especial para otro tipo de interrogatorio. Allí me cogió un tal Feney, del Servicio de Inteligencia yanqui. Me acuerdo del detector de mentiras… Querían asustarme, y entonces empezaron a hacerme proposiciones para que yo hablara. Me decían que me iban a sacar del país con toda mi familia, que allá, en los Estados Unidos, iba a llevar una vida regalada, que sólo tenía que confesar… Y yo, nada, ni abrí la boca, naturalmente”.

Ante el mutismo de Manuel, los golpes y las pateaduras se multiplicaron. “Yo ya estaba muy mal”, dice, “pero, sobre todo, me preocupaba el hecho de que mis compañeros no me hubieran visto cuando me cogieron preso. Bueno, después me trasladaron, me tiraron en otro calabozo, todavía más apartado del resto de las edificaciones, y comenzaron a drogarme. Decían que eran aspirinas para los dolores, pero yo me daba cuenta de que eran drogas, la cabeza se me iba, y cada vez me sentía peor, más débil, aunque me quedaban fuerzas para decirles que conmigo perdían el tiempo”.

La compañera de Manuel tampoco se amilanó, y con todos sus hijos —¡ocho!— se presentó en la Base. “El escándalo que se armó fue de ampanga”, y Manuel sonríe al recordar que los niños gritaban de lo lindo, a ver quién hacía más bulla. “Mire, yo casi me desmayé cuando supe que mi mujer estaba ahí, dando la pelea, figúrese, con esa barriga, ya tenía nueve meses de embarazo… Entonces los gringos optaron por soltarme. Yo no podía caminar, porque entre los golpes y las pateaduras, las drogas, la debilidad, y las vértebras y costillas que esos animales me fracturaron, quedé como un zombi.”.

Esa noche, la esposa de Manuel Prieto dio a luz. Los mellizos se llaman Fidel y Raúl.

 

Un destroyer para el patrón

Cuarenta y cinco años trabajó en las salinas de Guantánamo Feliciano Gómez. Empujado por el hambre, llegó a Caimanera en 1927. Lo esperaban jornadas de trabajo de 14 y 16 horas por día, los pies en el agua salada que quema y carcome hasta los huesos, mientras el sol, implacable, reverbera y enceguece.

“Toda la sal se recogía a punta de pico y pala, y después había que picarla en la laguna, apilarla y cargarla hasta los carros que debíamos empujar, como bestias, hasta el punto de acopio”, recuerda Feliciano. “Siempre teníamos los pies llagados, las manos llenas de ampollas y cortaduras que nunca cicatrizaban. No nos daban guantes, ni botas, ni agua fría para tomar bajo aquel sol. Era como para volverse loco. Vaya, que yo creo que no debe de haber en el mundo un trabajo más esclavo y más inhumano que ése”, sentencia el viejo salinero. 

En 1933 se fundó el Sindicato en Caimanera, y ese mismo año Feliciano participó en una huelga que duró sesenta días. Los trabajadores ganaban dos pesos diarios y el dueño había decidido rebajar el salario a la mitad. “Me acuerdo perfectamente de un destroyer que los americanos pusieron ahí mismo, enfilado a las salinas. Ellos decían que era para proteger los intereses de uno de los dueños, que era gringo, pero sabíamos que eso era mentira, que lo habían puesto ahí para meternos miedo. Pero no le hicimos caso y seguimos adelante con la huelga”. Feliciano ingresó en el Partido Comunista en 1938. Eran tiempo difíciles, pero los salineros se organizaron. “Había que resistir, teníamos que hacerlo”.

Feliciano se ha quedado ensimismado. De pronto sonríe y me pregunta si ya he visitado las salinas. “Esas no son salinas como las que yo conocí y sufrí”, se apresura a decirme. “Ahí, una pala es ahora una reliquia… Todo está automatizado, hay grúas, vaya, que las máquinas lo hacen todo, es cosa linda de ver. Así da gusto trabajar. Y uno se pone a hablar de aquella época y en verdad no quisiera acordarse de nada… Ni de los patronos, ni de las broncas en la Zona de tolerancia, ni de los atropellos de los marines yanquis, ¡ni del destroyer!, de nada!”.

Nunca le vi los ojos, calcinados por tanto sol y sal, que piadosamente cubren unos espejuelos negros. Los ojos que Feliciano dejó en las salinas. (Tomado de Cubadebate)