Verdad y posverdad
Autor: Ernesto Estévez Rams | internet@granma.cu
9 de julio de 2020
Se marcharon siendo niños de la casa, les pusieron al hombro una mochila y dentro de ella, entre otras cosas, cuartilla y lápiz.
Si no me contaron mal, los desayunos eran magros; lo poco compartido por sus anfitriones. En los almuerzos se pasaba con lo que se tenía, que no era mucho.
Llegaban tantas noticias como estaciones de radio se podían sintonizar; entre ellas, varias venían desde «afuera», simulando que lo hacían desde adentro.
Una capacitación y una voluntad sustituían las carencias pedagógicas. Un día avisaron que uno de ellos había muerto, luego otro, y luego otro más. Siguieron enseñando. Otras historias más heroicas fueron contadas sin saber de su veracidad. Me temo que hacerlas hoy, nos haría parecer a Juan Candela, sin la virtud del pico fino.
Eran jóvenes y sostenían con sus cuadernos el comienzo del esfuerzo más colosal que se haya hecho en Cuba por vencer a la ignorancia. Nadie les hablaba de la rural realidad de la explotación, esa era una experiencia directa, tangible. Se aprendía, mirándole el rostro, cómo vencer al analfabetismo.
Se levantaban de madrugada, antes que el resto del campamento, a preparar el brebaje de desayuno. Si no recuerdo mal, las latas de leche en polvo rusa tenían color aluminio, cierre reponible y lata multipropósito, reusable. Se abrían por decenas vertiéndose en la olla gigante de agua, revolviendo en espera de la ebullición. Luego de hecha, cada cual llegaba con su jarra improvisada o no, donde, desde el cucharón hondo, le servían la porción que le tocaba. Los más vivos esperaban al final, para «cazar» el fondo pegado y semiquemado, con ese sabor tan peculiarmente delicioso. Algunos eran adictos irremediables, y con un poco de azúcar, adoraban el crujir del polvo entre los dientes.
Otros inventos más sofisticados fueron contados sin saber de su veracidad. Me temo que hacerlos hoy, nos haría parecer a Juan Candela, sin la virtud del pico fino.
Eran jóvenes y sostenían con sus brazos el plan citrícola del país, que llegó a ser uno de los mayores exportadores del mundo. Nadie les hablaba del campo, era una experiencia directa, tangible. Se aprendía de dónde salía lo que terminaba en el plato.
Cuando la caña se puso «a tres trozos», pidieron a los médicos cubanos. Luego de los ajustes entre los países y las autoridades sanitarias internacionales, ellos partieron al corazón de la epidemia del ébola. Si no leí mal, a pesar del calor brutal tenían que usar un traje de cosmonauta y, aun así, uno se contaminó de la letal enfermedad. Allí vieron a los pobres del mundo, las pretendidas cloacas de la tierra donde no hay apariencia televisiva que logra adornarla para hacerla pasable y, por eso, no aparecen en ningún medio y solo como anécdota en las redes sociales. Allí el hambre muerde más que el ébola, y es un sueño inalcanzable para muchos disfrutar al menos de alguna leche enlatada. Otros horrores fueron contados sin saber de su veracidad. Me temo que hacerlos hoy, nos haría parecer a Juan Candela, sin la virtud del pico fino.
Eran médicos y sostenían con sus brazos el esfuerzo por controlar una de las enfermedades más letales del planeta. Nadie les habló de la pobreza, esa era una experiencia directa, tangible. Se aprendía viendo las consecuencias de los hedores del planeta.
Todo contacto con la inmediatez de la «realidad real» contribuye a que no eche raíz en las conciencias la representación manipulada de la verdad. Cuando pretendemos que la realidad se sustituya por su representación, perdemos la noción de lo que importa. Si le haces el juego, terminas de rehén de las dinámicas artificiales que te imponen, de las urgencias que te fabrican.
No podemos cometer el error de pensar que la realidad se construye en la virtualidad, pensar que en ella se cierran todos los escenarios, sin percatarnos de que la escenografía es necesariamente un montaje. Tenemos que hacer prevalecer el himno de las calles, de los montes y de los surcos, porque el futuro se decide allí.
Aquí estamos para salvar a la Revolución, no para hacer como si la estuviéramos salvando.