Expedición Martí-Gómez: en el umbral de la obra

Abr 11, 2015

Tras un periodo difícil —lleno de planes frustrados y obstáculos sin nombre— que los abo­ca a un azaroso viaje, seis hombres luchan con­tra la lluvia, las olas y la oscuridad. Habían tratado, infructuosamente, de embarcarse por cu­en­­ta propia hacia la isla insurrecta, pero acontecimientos muy adversos los dejarían varados en Gran Inagua. Entonces, ven entrar al puerto a aquel carguero de nombre Nor­dst­rand y, con él, resurge la esperanza. La urgencia hace que se arriesguen a solicitar la ayuda del desconocido capitán, Heinrich J. T. Löwe, apelando a la fraternidad masónica: sorprendentemente, el alemán accedería gustoso al traslado clandestino.

Así, a las ocho de una noche borrascosa, el vapor detiene su marcha a una milla de las costas cubanas: los viajeros bajan por la escala bamboleante, hasta el pequeño bote que habían logrado procurarse. Se alejan de la mole oscura a golpes desordenados de remos, perdiendo constantemente el rumbo, pero nunca la resolución. Logran pisar tierra dos horas después.

Era el 11 de abril de 1895 y la contienda independentista había estallado desde hacía más de un mes. Capitaneando la reducida expedición, arribaba, al fin, el ya nombrado General en Jefe, Máximo Gómez, quien venía a ocupar su lugar al frente de la mambisada, y el De­le­gado del Partido Revolucionario Cubano, José Martí: el gestor, el organizador, el alma del mo­vimiento —y futuro Mayor General—. Tam­bién llegaban los veteranos de los Diez Años Francisco Borrero y Ángel Guerra, el joven pa­triota César Salas y el humilde peón dominicano Marcos del Rosario —sencillo trabajador en propiedades quisqueyanas de Serafín Sánchez y Mayía Rodríguez—, destinado a convertirse en un guerrero más.

La propia composición de la partida era su­ficiente muestra del carácter que el Del­e­gado había deseado imprimir a la nueva em­presa libertaria: de concordia entre los pi­nos venerables y los nuevos brotes, y bajo la im­pronta antillanista —y nuestramericanista, en definitiva.

Sin embargo, el proyecto martiano trascendía el puro hecho militar —la Guerra Necesaria que él mismo inspirara— encargado de procurar la instauración de un gobierno soberano —fin que, para muchos, constituía el propósito último.

Con el establecimiento de la república, la revolución martiana apenas debería entrar en una nueva y más compleja fase.

Había pretendido esclarecerlo mediante incontables páginas dadas a la prensa y desde las más diversas tribunas. La verdadera emancipación solo ven­dría de la mano de un estado de nuevo tipo, donde se transformaran los principios de go­bierno hasta entonces conocidos. Su proyecto “con todos, y para el bien de todos” —enunciado de manera especial en su discurso en el Li­ceo Cubano en Tampa, de noviembre de 1891—, únicamente podría cuajar en una “[…] república de ojos abiertos, ni insensata ni tímida, ni togada ni descuellada, ni sobreculta ni inculta […]”, donde tuviera cabida la más absoluta diversidad étnica y social, las herencias distintas, las culturas disímiles. El De­le­gado había trabajado intensamente para sentar bases a ese proceso liberador más profundo, de raigal eticidad, participativo y respetuoso. Un proceso que partiera de las visiones, carencias y expectativas de los hombres y mu­jeres que constituían su real cimiento.

Desembarazarnos de la metrópoli española, pues, representaba únicamente el inicio de la tarea mayor que se había trazado. De manera que, aunque compartir su suerte con las huestes en armas constituyó un acto de franca heroicidad —especialmente en un hombre de salud tan resquebrajada—, que daba prueba de su coraje, y que poseyó, sin dudas, un enorme sentido ejemplarizante para las tropas —por el estímulo que debió constituir su presencia y su poder catalizador sobre aquellos hombres que ya comenzaban a llamarlo “presidente”—, no debió ser ese, en realidad, su sentido completo. Menos adecuado sería, obviamente, entender tal gesto como evidencia extrema de su voluntad sacrificial —argumento harto es­grimido por quienes interpretan como inmolación su aguerrida caída en combate—. Mucho le quedaba por hacer: como Delegado, Mayor General, y, quizá, presidente. Su apremio por integrarse a las filas de combatientes debió responder, en buena medida, al deseo de seguir de cerca la obra emprendida y acompañar a sus protagonistas; pulsar, aunar, cuidar de cer­ca y aconsejar.

Sin embargo, había parecido del todo imposible convencer a Gómez y sus compañeros de semejante necesidad. Lo había intentado mu­cho durante sus últimos días en República Do­minicana, donde pretendiera lograr recursos pa­­ra organizar la expedición, tras el muy re­ciente fracaso de Fernandina.

El 26 de febrero, mientras aún permanecían en territorio dominicano, había llegado el cablegrama esperado, remitido por Gonzalo de Que­sada y Benjamín Guerra: la revolución ardía en el Occidente y el Oriente cubano. Martí, gozoso, escribe enseguida a Maceo: “la guerra, a que es­tamos obligados, ha estallado en Cuba”. Pero, al parecer, Gómez continuaba inamovible en su creencia de que el Delegado debía regresar a los Estados Unidos, para garantizar un servicio continuo de recursos de guerra. Y Martí, haciendo gala de total disciplina, acata la decisión: definitivamente, parecía no tener un lugar en la manigua. Responde, entonces, a Gonzalo y Ben­ja­mín: “Em­pe­zamos, pues: ahora a ayudar y re­matar la obra […]”.

Sin embargo, el 9 marzo, El Listín Diario de Santo Domingo reproduciría una información de The New York Herald en torno a que los jefes insurrectos Martí y Gómez se hallaban ya en Cuba. Eso representó un argumento concluyente a favor de que el Delegado marchara también a la Isla. Precisamente ese día, el Ge­neralísimo, en carta al amigo y expresidente do­minicano Francisco Gregorio Billini, retrata su entusiasmo: “Allá va Martí con su cabeza desgreñada, sus pantalones raídos, pero con un co­razón fuerte y entero para amar la independencia de su tierra”.

Había conseguido, al cabo, su propósito y de la tremenda satisfacción experimentada da­ría cuenta su diario último, que serviría “lue­go a la explicación de los hechos públicos” —tal cual confiesa en carta a su compañera Car­mita Mi­yares—. Desde aquellas cuartillas re­­flexiona so­bre aconteceres de la historia pasada, en torno a los males por superar en la nueva campaña y la futura república —el autoritarismo excesivo, el regionalismo, la violencia inmoderada…— y, al respecto, recoge los disímiles relatos que escucha; no solo de boca de las figuras más connotadas, sino de los más humildes soldados y habitantes del monte cubano. Los dibujaba a todos, por igual, como piezas claves de los acontecimientos que se vivían y como muestras de la avenencia íntima que aspiraba a conseguir. Des­de aquel memorable discurso en Tampa de 1891 hablaba anticipadamente de esa “hermandad ferviente” deseada, a la cual no dejaría de referirse, una y otra vez, en sus últimos documentos: “venida del dolor común en­tre los cubanos de derecho natural, sin historia y sin libros, y los cu­banos que han puesto en el estudio la pasión que no podían poner en la elaboración de la pa­tria nueva”.

Su intervención pública en conmemoración del alzamiento del 10 de Octubre, en Hardman Hall de Nueva York, 1890, había de­velado la conciencia de su papel como hombre político para la consecución de la fusión tremenda e in­dispensable, rol que vendría a se­guir desempeñando dentro de la propia guerra: “ir removiendo por la cordialidad y la justicia los elementos de choque y transformándolos […] en elementos de amalgama”.

Su revolución apenas comenzaba. El ingreso a la manigua sería un paso más de la larga marcha que preveía y a ella se aprestaba como para una fiesta: “Nos ceñimos los revólvers. Rumbo al abra. La luna asoma, roja, bajo una nube. Arri­bamos a una playa de piedras […] Me quedo en el bote el último, vaciándolo. Sal­to. Dicha grande”.

*Investigadora del Centro de Estudios Martianos

Tomado de Granma