Por Ariel Terrero
Mi padre levanta el puño. Me envía la seña a través del cristal de la sala de terapia intensiva donde descansa. Es lo último que veo. Unos años más tarde, por azares del destino, mami jadea en la misma habitación y a través del mismo cristal hermético me habla. O intenta hablarme, porque sabe que no la puedo escuchar. Lo leo en su rostro. Pero, puñeteramente indócil, no calla. Ninguno de los dos se rindió nunca en la vida. Es el recuerdo que legaron a la familia y a los amigos.
La imagen final de un ser humano muy cercano vale más que el oro.