El tiroteo

Mayo 20, 2020

Por: Julio César Sánchez Guerra 

Es el 13 de mayo de 1964; apenas un poco después de la una de la madrugada, rompe el tiroteo en mi pueblo que dormía. Despertamos asustados sin saber de dónde venía aquella descarga de balas repetidas: ¿del mar, o la montaña?… Bajan crecidas por el eco en medio de la noche, parecen  lluvia de fuego en el zinc de nuestra casa. Madre nos abraza haciendo con su cuerpo una trinchera, y nuestros gritos se ahogan con el ruido de las ametralladoras… Todo es muy rápido,  el tiempo se detiene por unos segundos, y nosotros vivos en alguna parte de aquel infierno.

Luego vino el alboroto de qué  pasó… Mi padre, vestido de miliciano sale,  como tantas veces, a buscar  su fusil por si la guerra. No dormimos más. Al amanecer, mi madre nos lleva hasta la herida del ingenio, tan cerca de la casa; es en Pilón, un humilde batey azucarero.

 Veo a uno de los almacenes que arde derrumbado; la escalera alta tiene a un bombero que no aparta el chorro para apagar el fuego; desde el mar, habían hecho los hombres una fila que, desesperadamente, y a cubo de agua, intentan salvar el azúcar, el sudor de tantas jornadas de trabajo duro y silencioso. Una palma real tiene en el pecho  el hueco de unas balas.

Cuando levanta el día se corre la noticia de que han herido a una señora y a una niña de ocho años: María Ortega.  ¿Cómo despierta una niña con los muslos ensangrentados?  ¡Qué desespero para los padres, azorados de terror!

Nada supe entonces de los datos de la prensa: quemados cuatro almacenes, perdidos 70 000 sacos de azúcar; una lancha pirata dispara adentrándose en la Ensenada y huye en un buque madre. Cuba eleva una denuncia ante el Secretario General de la onu. El Gobierno de Estados Unidos no denuncia el hecho. La cruzada antiterrorista no era entonces su bandera.

 Muchas veces miré  al mar tratando de encontrar el sitio exacto de donde salieron las balas trazadoras. Tardé mucho tiempo en comprender por qué alguien quiso quemar el ingenio donde mi padre cosía los sacos llenos de azúcar; es que el guarapo, las cañas,  y la gente de mi pueblo, no eran una amenaza para tanto odio por la vida.

Con los años entendimos de qué aires viene el obstinado ataque, las balas trazadoras, la muerte de inocentes con el nombre de daños colaterales, el bloqueo injustificado, la invasión y las guerras con todos los horrores del destrozo.

Ahora, otra vez en la madrugada, rompe el tiroteo. Es el 30 de abril  de 2020, 32 balas de un fusil automático impactan en la embajada de Cuba en Estados Unidos. La estatua de Martí recibe un disparo que nos recuerda el agujero en el bronce de Maceo el 15 de abril de 1961, vísperas de la agresión mercenaria por Playa Girón.

Se repite el silencio cómplice, la falta de enérgica condena. Mike Pompeo (nunca hubo un apellido tan «oloroso») alza el dedito cesariano para calumniar y amenazar a Cuba. Y es que este último tiroteo nace del mismo odio, del apetito por esta tierra, del egoísmo de los que convierten la libertad en  mercado de   balas y mentiras; en fin, viene la metralla por no aceptar que en este sur de  la frontera queremos a Cuba, cubana, sin el yanqui en la costilla. Por mi parte, no odio, pero tampoco olvido. Llegará un amanecer sin sobresaltos en los sueños, sin gendarmes imperiales, sin más dedos en el gatillo.

(Tomado de Granma)