El Nueva York de Martí y su vigencia en el corazón del pueblo

Ene 25, 2018

Por José R. Oro

Hoy temprano fui a Nueva York por motivos de trabajo y aproveché para visitar (bajo la pertinaz llovizna invernal) el monumento ecuestre a José Martí en el Parque Central de esa ciudad, cuya réplica será inaugurada en La Habana el próximo domingo en ocasión del aniversario 165 de su nacimiento. Impresionante estatua del Apóstol de la Independencia dando su vida por la Patria. Al ver el monumento me asaltaron algunas preguntas:

    ¿Cómo era Nueva York en tiempos de Martí?
    ¿Es esta estatua ecuestre el único monumento al Apóstol en el área metropolitana neoyorquina?
    ¿Qué representan estos monumentos para el estadounidense común que los ve?

Nueva York era ya una gran ciudad al arribo de Jose Martí el 3 de enero de 1880, ligeramente mayor de un millón de habitantes. No representaba, como lo hace hoy, una de las ciudades más descollantes del planeta. En aquella época era la ciudad mayor de las Américas, claro está, por debajo de Londres o París, y estaba a un nivel casi comparable con Berlín, Roma, Moscú, San Petersburgo o Viena.

Era, eso sí, la ciudad de mayor crecimiento demográfico, tanto que veinte años más tarde sobrepasaba ampliamente los tres millones de habitantes. Junto a un telúrico crecimiento económico y la formación de enormes fortunas, las vicisitudes de los trabajadores eran muy grandes y dolorosas. Las fábricas empleaban 220 mil trabajadores. A muchos de ellos, extenuados hasta la desesperación, les pagaban muy poco. Por dondequiera se veían enfermedades, pobreza y violencia. Varias de las barriadas de Nueva York estaban entre las más violentas del mundo.

Frente a la urbanización galopante de Manhattan, se alzaron muchas voces para reclamar la creación de un espacio verde, a imagen del Bosque de Boulogne en París o de Hyde Park, en Londres. Entre quienes reclamaban la habilitación de un parque se encontraba el paisajista Andrew Jackson Downing y escritores como George Bancroft y Washington Irving. El poeta y periodista del New Evening Post, William Cullen Bryant, quien era una de las personas a favor del proyecto, exigía la necesidad de que la municipalidad abriera un parque:

    “Un gran parque, un verdadero parque que, para la sana diversión del pueblo, lo aleje del alcohol, del juego y de los vicios, para educar en las buenas maneras y en el orden”.

En 1857, se organizó un concurso para diseñar los planos del Parque Central, el cual fue ganado por el proyecto del Greensward Plan, elaborado por el escritor Frederick Law Olmsted y el arquitecto británico Calvert Vaux. El parque fue terminado en 1873, luego de trece años de trabajo y se convirtió desde su inauguración en uno de los lugares de parada obligatoria de la gran ciudad. Es donde está situada la magnífica estatua de Jose Martí.

También en la segunda mitad del siglo XIX se inauguraron la mayor parte de instituciones culturales de Nueva York (El Museo Metropolitano de Arte en 1870, El Teatro Metropolitano de la Opera 1883, el Museo Americano de Historia Natural en 1877, La Biblioteca Pública de New York en 1895, el Museo de Brooklyn  en 1895-1915) y nuevas infraestructuras, como el puente de Brooklyn, terminado en 1883 y aun impactante hoy día.

Asimismo, aparecieron universidades: la Universidad de Nueva York (1831), el City College of New York (1847). Por su parte, la Universidad de Columbia, fundada en el siglo XVIII, se diversificó al abrir una escuela de derecho (1858) y una escuela de ciencias políticas (1880).

Surgieron periódicos de gran tirada diaria como el New York Herald Tribune (1833), el New York Times (1851), y The Sun (1833).

Esa era la metrópoli a la que llegó nuestro Apóstol, en el gélido invierno de 1879 -1880, una asombrosa y desigual ciudad capitalista, eminentemente de población blanca europea, con muchísima clase obrera y una cantidad importante de inmigrantes con pensamiento anti-capitalista. Era el mayor prototipo fuera de Europa del naciente imperialismo; como la describió M. Gorki: “la ciudad del diablo amarillo”.

En Nueva York, Martí aprendió más del mundo, vio el peligro de los EE.UU. para la libertad y el desarrollo de América Latina, observó de cerca el padecimiento de la clase obrera, de los inmigrantes. El Apóstol de Cuba comprendió la necesidad de un partido revolucionario unido para la libertad de la Isla, tuvo una época de completa catarsis, purificación y perfeccionamiento de su intelecto y pensamiento político.

He podido hablar con muchos estadounidenses acerca de Jose Martí. Todos lo conocen, la mayoría lo menciona como “un héroe”, otros como “un gran patriota”, algunos como “un excelso poeta y escritor”, lo que es completamente verdad. El Apóstol era todo eso y mucho más. En los EE.UU., donde no hay necesariamente un gran conocimiento de la historia de otros países, Jose Martí es ampliamente conocido y admirado.

La marcha de las antorchas en La Habana el sábado 27 de enero y la inauguración oficial de la estatua ecuestre de Jose Martí cabalgando a Baconao con rumbo a la inmortalidad, que tendrá lugar el 28 de enero en el parque “13 de Marzo”, es el meritorio homenaje para el más grande de los cubanos.

Es, también, una manifestación de la hermandad de los pueblos de Cuba y de los EE.UU. Por mucho que quieran destruir esa amistad y acabar con un Cuba soberana los ultraderechistas de la Casa Blanca y sus menguantes adláteres de Miami, ellos serán una minoría olvidada por la historia, la misma historia en la que Martí cabalgará siempre glorioso, al frente de las legiones de los cubanos de bien. (Pensando Américas-CubaDebate)