El Camino del Inca, obra maestra de América
A Machu Picchu se puede ir por otros caminos, pero la emoción del descubrimiento de ese santuario, observatorio astronómico y paisaje de cultivos en terrazas, alcanza mayor intensidad si se va a pie por el Camino del Inca. Solo la pasión de la aventura y el esfuerzo revelan los secretos de esos parajes que el Gran Inca mandó recorrer hace seis siglos desde Cusco, en busca de un lugar para erigir palacios y templos ceremoniales.
Todas las rutas hacia Machu Picchu parten hoy como antaño de Cusco, «ombligo del mundo» según la leyenda y capital de un imperio de cuyo poderío dan testimonio las piedras que cimientan edificios de la época colonial. A la plaza de Armas, centro neurálgico del comercio, llegan cada mañana campesinas vestidas con el traje tradicional, cargadas de cestas y hatos multicolores, que venden ropas de lana de alpaca, frutas y hojas frescas de coca, cuya infusión es el mejor alivio del caminante para vencer el soroche, el mal de altura andino. En un costado se erige la Catedral, construida sobre el palacio del Inca Viracocha con piedras de las cercanas ruinas de Sacsayhuamán. Otro mestizaje tiene su reflejo en el interior del templo: los nativos rezan a los santos con ritos más cercanos a la mitología inca que al culto cristiano. Cerca se halla el convento de Santo Domingo que, levantado sobre el Templo del Sol (Coricancha), es un buen ejemplo de fusión arquitectónica.
El paseo por las calles de trazado colonial revela el esplendor de iglesias y palacios, para desembocar en el mercado Central o de San Pedro, una muestra de la agricultura incaica: papas de nombres diversos como el chuño (patata liofilizada con hielo), yucas y turmas de distintos sabores y formas, maíz, ají, mote y hasta flores exóticas.
Fortaleza de Titanes
La ciudad de Sacsayhuamán, a tres kilómetros de Cusco, aún conserva la fortaleza incaica que, según el cronista Garcilaso de la Vega, fue construida por demonios y no por hombres, porque solo un poder sobrenatural pudo tallar los múltiples ángulos de sus piedras, ya que los incas no disponían de utensilios de hierro. Caminar entre esos megalitos, algunos con más de 300 toneladas de peso y 9 metros de alto, evoca la exaltación de los guerreros que defendieron la fortaleza frente a los españoles. Desde el torreón de Muyucmarca, hoy reducido a sus cimientos, se divisa el trazado geométrico de Cusco y un bello panorama de los Andes.
Se desciende al Valle Sagrado por una carretera quebrada desde el pueblo de Chinchero, que conserva una fortaleza inca. Después se alcanza el río Urubamba y la población del mismo nombre, moderno centro de artesanía regional y residencia de artistas. Este valle fértil fue uno de los centros agrícolas del imperio incaico. El río, el ferrocarril y la carretera se entrelazan luego entre campos de cultivo y haciendas hasta que, al fondo de una planicie frondosa, aparece el pueblo y la fortaleza inca de Ollantaytambo. Manco Capac resistió a los españoles vigilando sus movimientos desde la atalaya del Templo del Sol, construcción inacabada con seis monolitos gigantes de pórfido rosa. Las calles rectas y bien empedradas del núcleo urbano ofrecen la imagen de una ciudad construida con barro y adobe sobre la trama antigua inca.
La ruta por carretera finaliza en la estación de Piscacucho, en el kilómetro 82 de la vía férrea desde Cusco. Aquí se inicia el camino pedestre hacia Machu Picchu: cuatro jornadas (40 kilómetros) de caminata, que arranca y termina a la misma altitud, a 2.400 metros, pero que alcanzará cotas cercanas a los 4.300. Este camino, rehabilitado y bien mantenido en la actualidad, formaba parte de una extensa red de comunicaciones con más de 4.000 kilómetros de vías empedradas que unían las grandes ciudades incas.
Los grupos de viajeros dejan atrás las vías del tren y atraviesan el río Urubamba por un puente colgante. Es el momento del control de pasaportes y permisos, la supervisión y la asistencia obligatoria de un guía oficial. Por senderos siempre abruptos, de tierra y peñascales, cruzando riachuelos y rocas perforadas; ante laderas con terrazas de cultivo abandonadas, precipicios y picos nevados; entre el cielo y la tierra, los caminantes recorrerán una de las rutas más hermosas y míticas del planeta. En este punto iniciaban también su carrera hacia Machu Picchu los chasquis, porteadores y mensajeros fieles del Gran Inca; él también atravesaba el río en este punto al menos una vez al año, para presidir el ceremonial astronómico que marcaba las estaciones agrícolas, la guerra y la paz, la prosperidad o el castigo. El emperador viajaba en procesión por las cumbres de las montañas; los chasquis eran capaces de traerle un mensaje hasta Cusco en menos de tres horas.
La senda mítica de los Andes
Para alcanzar el primer campamento en Huayllabamba, se emplean unas cinco horas en un trayecto ameno junto al Urubamba que luego gana altitud por el valle del Cusichaca. Este tramo es un buen entreno para las jornadas posteriores. La primera parada en las ruinas de Patallacta muestra ya la esencia de la cultura incaica rural: una construción con más de un centenar de habitaciones talladas en piedra, una torre vigía en la cumbre y las terrazas que fueron maizales, donde hoy pastan guanacos.
La segunda jornada, el mayor reto del camino, comienza temprano. Tras atravesar un tosco puente de madera sobre el río Chaupihuayjo, la senda asciende en escalera entre el rumor del agua y la marcha lenta sobre las losas. La temperatura baja progresivamente y el mal de altura puede hacer acto de presencia. Mientras, a nuestro alrededor se desarrolla un espectáculo visual cada vez más sobrecogedor: bosques espesos, ruinas incas y, al este, las nieves perpetuas del pico Sankanta (6.270 m) y riscos donde anida el cóndor. El collado Abra de Huarmihunusca («paso de la mujer muerta», en quechua) culmina tras el ascenso de unos cien metros por un sendero escalonado. Emplazado a 4.200 metros, este puerto es un mirador excepcional desde donde ya se adivina el camino de descenso a Machu Picchu. Esa noche, en el campamento de Pacamayo, se recuperarán fuerzas con una cena contundente y un sueño reparador bajo el cielo estrellado de los Andes.
La meta del tercer día de marcha es el campamento de Huinay Huayna, a ya solo dos horas de Machu Picchu. El aliciente arqueológico de esta etapa lo constituye la rotonda inca de Runcuracay, una construcción cuyo uso todavía constituye un misterio para los arqueólogos: torre vigía, templo, quizás almacén de alimentos... Desde aquí se divisa la selva, los neveros lejanos, así como lagunas y praderas donde florecen orquídeas en primavera.
La huella pétrea de los incas está más presente a medida que nos acercamos a la ciudad sagrada. Un corto desvío en la ruta principal conduce a las ruinas de Sayacmarka, una fortaleza ciclópea que ha preservado buena parte de los gigantescos muros que una vez la sostuvieron. A continuación, el camino se extiende sobre una larga plataforma con vistas espectaculares, pasa por un túnel de 16 metros excavado por los incas, y alcanza el Abra de Phuyutatamarca. Este collado se localiza cerca de un complejo arquitectónico destinado quizás a los rituales del agua y la purificación cuyas canalizaciones aún se mantienen en funcionamiento. La última acampada, en Huinay Huayna, será de fiesta ante la emoción de tener al alcance de la mano la meta del viaje.
En la montaña vieja
Llegar a Machu Picchu (Montaña Vieja) cuando sale el sol es la mejor recompensa a los cuatro días de marcha. Durante el descenso de madrugada por terrazas y senderos empedrados, el rumor del río se escucha más próximo a cada paso a través de la niebla. De repente, los rayos del amanecer rasgan las nubes y entran por Inti Punku o Puerta del Sol –probablemente fuera un puesto de guardia en la época inca– para mostrar, a menos de un kilómetro de distancia, el conjunto de Machu Picchu en todo su esplendor.
Lo primero que se advierte al entrar en esta ciudad compuesta por palacios y templos es su excelente disposición para la ceremonia, la defensa y el autoabastecimiento. El Templo del Sol, el del Cóndor, el de las Tres Ventanas... rodean la plaza Principal en un orden impuesto por la orografía y la función ritual. Su máximo símbolo, quizás también su razón de ser, es el Intihuatana –significa «donde el sol se amarra», en quechua–, la gran piedra cuyos ángulos están orientados a los cuatro puntos cardinales.
Desde que el arqueólogo estadounidense Hiram Bingham descubriera la ciudad hace un siglo, en 1911, muy poco se ha avanzado sobre su origen, sobre la razón de su magnificencia, sobre su abandono repentino e incluso su verdadero nombre. El viajero actual, cuando penetra en la ciudadela, no puede evitar dejarse llevar por la brisa de la sierra andina, el olor de la hierba y la memoria de las piedras. Lo demás es misterio.
Fuente: nationalgeographic