Duque opta por la represión contra el pueblo colombiano
Por Pierre Lebret y Mauricio Jaramillo Jassir (*)
París (Prensa Latina) Colombia atraviesa momentos críticos y decisivos. Esta movilización popular iniciada el 28 de abril contra el gobierno de Iván Duque, es también expresión de un grito generalizado de ira contra el establishment, principal responsable de la perpetuidad de desigualdades sociales.
La pésima gestión de la actual administración acabó por agotar la paciencia de millones de personas que ven con preocupación el deterioro de la situación económica y la forma en que se debilita la democracia.
En febrero de 2019, luego de seis meses en el poder, se advirtió al gobierno de Iván Duque sobre la crítica situación de los derechos humanos.
El informe de la Alta Comisionada para los Derechos Humanos alertó claramente sobre el preocupante aumento de masacres, la matanza selectiva y sistemática de líderes sociales y excombatientes de la exguerrilla Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (FARC-EP).
En ese momento, el gobierno expresó la posición mantenida hasta el día de hoy: una negación categórica de los hechos. No solo se abstuvo de reconocer la gravedad de los actos cometidos, sino que también calificó el informe de parcial y acusó a la oficina de la ONU de injerencia indebida, conducta propia de regímenes autoritarios cuando se cometen graves violaciones de derechos humanos.
El presidente Duque abandonó la tradición diplomática de gobiernos anteriores de distintas ideologías, de cooperar con el sistema de las Naciones Unidas para la defensa de los derechos humanos en Colombia.
Actualmente existen 24 agencias en el territorio colombiano. La respuesta del Centro Democrático, el partido gobernante, a través de su entonces presidente del Congreso, Ernesto Macías, fue proponer la expulsión de todas estas organizaciones. Esa declaración demuestra la lectura de la entidad política del gobierno respecto a los organismos de la ONU.
Colombia resultó testigo, en noviembre de 2019, de protestas masivas no solo en Bogotá sino en varias ciudades del país. Esta movilización fue contra el modelo económico, contra una posible reforma previsional y para exigir el respeto a los acuerdos de La Habana firmados en el 2016 con las FARC-EP, que el gobierno desprecia sin escrúpulos, desvinculándose de su responsabilidad estatal.
Estas manifestaciones fueron espontáneas y no obedecieron a los intereses de los partidos políticos. Miles de personas salieron a las calles -estudiantes, jóvenes, afrodescendientes, nativos, hombres y mujeres de diferentes orígenes socioeconómicos y étnicos-, pero las autoridades ignoraron la movilización popular.
Con la pandemia, el gobierno vivió un período de tregua que pudo haber sido una oportunidad para recuperar la confianza e iniciar un proceso de diálogo con vistas a avanzar hacia un nuevo pacto social, pero nada se ha hecho.
Esta vez la indignación fue provocada por una reforma tributaria que dejó el peso de la recuperación económica pospandémica sobre la clase media, sin consulta previa. El retiro de este proyecto de ley no calmó los ánimos y las protestas continuaron.
Según la ONG Temblores, el saldo es trágico: 43 muertos, más de mil 200 detenciones arbitrarias y 855 víctimas de violencia física. Por tanto, el gobierno optó por la brutalidad, la criminalización de los movimientos sociales y piensa restaurar el orden a través del terror.
En lugar de convocar un amplio diálogo social en todos los territorios, el gobierno se dedicó a la gestión de la crisis en Bogotá, encerrado en la Casa de Nariño, donde citó selectivamente a líderes que representan segmentos estrechos.
Pero hasta ahora, ni siquiera ha habido un diálogo público con el principal oponente Gustavo Petro, quien quedó segundo en las elecciones presidenciales de 2018.
La crisis no se puede superar sin la demostración de una voluntad concreta y duradera de diálogo por parte del gobierno con todos los sectores de la sociedad colombiana.
También resulta imperativo que el presidente ordene el fin inmediato de la represión y pueda disculparse públicamente por las violaciones a los derechos humanos. La criminalización de los manifestantes debe terminar en ese país que sigue siendo uno de los más desiguales del mundo.
Asimismo, la reanudación de la implementación del pacto de paz es fundamental para la estabilidad del país. El abandono de los Acuerdos de La Habana explica en gran medida el resurgimiento de patrones de violencia, expresados en masacres y asesinatos selectivos.
Rara vez en la historia reciente de Colombia un nuevo pacto social ha sido tan urgente. Frente a un gobierno con los ojos cerrados, la comunidad internacional debe estar al lado de la sociedad civil colombiana y actuar en consecuencia. Nos permitimos transformar esta frase de Gabriel García Márquez para afirmar que el tiempo no puede pasar sin hacer ruido.
(*) Pierre Lebret es cientista político, experto en América Latina, y Mauricio Jaramillo Jassir ejerce como profesor en la Universidad del Rosario, Colombia.
Fuente: Prensa Latina