Dilma y los árboles

Los medios de comunicación se regocijan por la crisis que la mayor parte de los gobiernos progresistas de la región atraviesan. Sus propietarios advierten, satisfechos, una posible oportunidad de recuperar lo que creen suyo: el poder. Nos hablan en nombre de la democracia, de la justicia, de la honestidad; y no se molestan en señalar que algunos de los diputados que impulsan la revocación temporal del mandato de Dilma también están fuertemente involucrados en casos de corrupción.
Dicen defender ideas como democracia, pluralismo e imparcialidad, pero sus titulares no respetan los parámetros más básicos del periodismo de calidad. Y, para colmo, dicen hablar por todos nosotros. Se atribuyen una representación que no nació en las urnas sino en sus ventas, y por alguna extraña razón les creemos.
Sus golpes apuntan en la dirección correcta pues condenan la corrupción que, admitámoslo, estos mismos gobiernos progresistas han tolerado, seguramente más por pragmatismo que por estupidez, aunque no se debe descartar la última opción. No obstante, esa condena de la corrupción, muy legítima, es utilizada para levantar otra serie de afirmaciones menos abiertas, pero claramente identificables: los indios no sirven para gobernar, los pobres no sirven para gobernar. El pueblo no sirve para gobernar.
Y es así como la paradójica naturaleza de la política termina mordiendo su propia cola. Al tratar de deslegitimar a los políticos de hoy preparan las condiciones para el advenimiento de políticos no menos corruptos, no menos pragmáticos, pero mucho más elitistas. Y esto tiene sentido ya que son medios de clase media, que desprecian lo que está abajo y se humillan ante lo que está arriba. Creen que una camada de líderes formados en prestigiosas universidades extranjeras hará mejor el trabajo que líderes sindicales sin mucha formación literaria.
Y esta esperanza suya no toma en cuenta, o tal vez ignora voluntariamente, a personajes como Jaime Paz Zamora, Tonchi Marinkovic, Walter Guiteras, etc., etc., etc.
No nos dejemos engañar, su condena a la corrupción es la carta de presentación de un producto menos benévolo, menos legítimo, y su contenido dice que el gobierno del pueblo es un gobierno populista. Dicen que una economía de Estado es una economía corrupta, y por supuesto, estarían más que felices de ver a la empresa privada influyendo en el poder de forma no menos corporativa que los sindicatos. ¡Ah! pero al menos usarían corbata.
Los bolivianos debemos indignarnos ante la corrupción, los latinoamericanos debemos indignarnos ante la corrupción, los argentinos deben indignarse ante la corrupción, los venezolanos deben indignarse de la corrupción. Pero deben hacerlo sin perder el poder. Deben sacar a quien deban sacar, deben castigar a quien deban castigar, incluso con ira… Pero no deben perder la oportunidad de ser los que deciden, porque cuando esa cualidad pasa a ser controlada por los ricos, por los poderosos, lo que tenemos adelante no es más que una oligarquía que para defender sus privilegios hará lo que tenga que hacer, como Gonzalo Sánchez de Lozada.
El impeachment contra Dilma debe ser leído de esta forma. Debe hacernos dar cuenta de que los corruptos son suficientemente cínicos para condenar la corrupción si eso es lo que los llevará al poder. Pero un consejo: usemos esa soga para colgarlos. Digamos no a la corrupción y luego apuntémosles en la cara. Porque si se ha de condenar a estos gobiernos progresistas por corrupción, que se lo haga hasta las últimas consecuencias, dejando que la verdad se abra paso por sí misma. Así, cuando los árboles más honestos de este bosque sigan de pie luego de la tormenta, usemos sus ramas para castigar, ejemplarmente, a aquellos que sólo piensan en el poder sin ninguna clase de escrúpulos.
Y los medios, bueno, que ellos filmen la irónica consecuencia de sus acciones.
(De La Epoca)