Algunas reflexiones acerca de la “izquierda cobarde”

Mar 03, 2022

Por: Raúl Llarul

A principios de febrero, el presidente Nicolás Maduro abrió, quizás de un modo algo brusco para quienes se inclinan más hacia los términos diplomáticos y las elipses, un debate que llevaba tiempo incubándose en Nuestra América y posiblemente en cada parte del planeta donde la izquierda se plantea, con algo de seriedad, ser una opción real de poder para los pueblos. 

Una referencia a una “izquierda cobarde” existente en la región no podía pasar inadvertida.  El momento parece oportuno para plantearnos algunas reflexiones, a modo de primeros apuntes a un tema tan estratégico como urgente, no solo para los partidos de izquierda sino para los pueblos de los cuales surgen, se nutren y representan o aspiran a representar.

Algunos de los dirigentes de esa izquierda llamada progresista en América Latina se han estado esforzando ante medios de comunicación claramente alineados con Washington y sus políticas neocoloniales, en esgrimir discursos críticos hacia procesos transformadores y revolucionarios de larga data, como los de Cuba, Nicaragua, Venezuela y, hasta cierto punto, Bolivia. Todos, por otra parte, bajo asedio imperial. Se sumaban así de buena gana al coro crítico de fuerzas “bien vistas” al norte del Rio Bravo, por ajustarse adecuadamente al guion imperial vigente. Por supuesto, se esforzaron en mostrar su “distanciamiento” con aquellos gobiernos, para evidenciar que ellos son diferentes. Subrayaban su carácter democrático y abierto para apuntar a lo supuestamente  “antidemocrático y cerrado” de aquellos “regímenes” (otra muletilla utilizada sin falta cuando de descalificar gobiernos populares se trata).

La herencia neoliberal también afecta a la izquierda

Desde la caída del muro de Berlín y el llamado socialismo real, la postmodernidad nos ha querido convencer que construcciones como izquierda y derecha se volvieron obsoletas; el fin de la historia parecía haber llegado y por fin el capitalismo gobernaba en el naciente mundo unipolar.   

El sueño eterno duró menos de lo que tardaron en fabricarlo en los grandes centros académicos del mundo y la multipolaridad empezó a surgir por cada grieta del sistema-mundo globalizado, desde todos los rincones del planeta. La unipolaridad era una ficción, pero también lo era la post-verdad, derivada en el tiempo y de inusitada vigencia en la actualidad; una mentira que, siéndolo, es creída por el emisor y por el receptor, transformándose en una verdad reproducida a conciencia. La percepción valió, de pronto, mucho más que la realidad.

Esa ficción no puede, sin embargo, desterrar la miseria, el hambre, la muerte, y sobre todo la  base esencial sin la cual todo el sistema se caería a pedazos: la explotación del ser humano en beneficio de porcentajes cada vez más pequeños de la población mundial, las élites oligárquicas multinacionales que concentran el poder, los recursos y las ganancias en acumulación permanente.

Cinco décadas de neoliberalismo produjeron sociedades individualistas, insolidarias, superficiales, inconscientes de sus propias realidades y acomodadas a la tecnología que les evitaba el esfuerzo de pensar, luchar, organizarse.

Un mundo muy cercano al que pudiera haber descripto el Dante se abría a la humanidad, y las grandes corporaciones mundiales parecían repetir a los pueblos que “abandonen toda esperanza”.

Sin izquierda ni derecha, sin razones para la lucha, puesto que todo lo resolvería un mundo tecnológico controlado mediante neurociencia y análisis predictivos basados en Big-data, el futuro de ficción se presentaba como un presente sin alternativas.

Pero ese mundo ideal inventado por la academia y las grandes corporaciones tecnológicas, que por las dudas jamás dejaron de apostar también a la industria de la guerra, era no solo frágil sino aparente.

Los pueblos, mientras tanto, continuaron sufriendo, y mucho más en nuestro Sur arrinconado al submundo del extractivismo, del monocultivo, la mono-exportación o la maquila. Las fronteras se abrieron a todo tipo de producto y mercancía y se cerraron para las personas.

La condiciones materiales de los pueblos no mejoraron por obra y gracia del desarrollo tecnológico, como lo demostró la crisis pandémica que desnudó los salvajes efectos del neoliberalismo sobre los sistemas mundiales de salud.  Sin embargo, en ese mundo apremiado, muchas izquierdas habían también sucumbido al embrujo del lenguaje de la post verdad que sostenía que los partidos eran despreciados por la población, que los políticos ya no servían al interés de la gente, que era inútil recordar  la historia, que la gente no quería saber nada de ideologías y menos de política.

Esa izquierda se había ido moviendo hacia el centro, lo que quiere decir hacia la derecha, porque había concluido que si no era aceptada por el sistema desaparecería. Su objetivo fue permanecer, subsistir, dentro del sistema, jamás combatirlo para destruirlo y construir uno alternativo. La lucha anti-sistémica pasó a ser marginal. Esas izquierdas, “bien portadas”  aspiraban a su aceptación por el sistema, y sobre todo por el motor central del mismo, el imperio. Poco a poco lo fueron logrando. Centraron sus objetivos en las luchas electorales, en alianzas cada vez más amplias y diversas, cada vez más poli-clasistas; sus programas se adaptaron al marketing publicitario, también de inspiración neoliberal. Al mismo tiempo sus cuadros empezaron a formarse en las instituciones y fundaciones de Alemania, Francia y otros centros de generación de pensamiento socialdemócrata, democristiano o cualquier otra de las expresiones de la derecha con camuflajes de izquierda.

Eventualmente, varias  de esas izquierdas llegaron al gobierno, y fue su máxima expresión de éxito en esa concepción de la política. Las fuerzas del progresismo habían logrado no solo su aceptación sino demostrar que eran confiables. Se transformaron así en un potencial recurso del imperio. Llegaron a los Ejecutivos  acarreando alianzas que en cualquier otro momento se considerarían  incompatibles con fuerzas de izquierda y revolucionarias, o bien llegaban con limitaciones relativas a las correlaciones de fuerzas existentes, con minorías parlamentarias, con las Cortes de Justicia en contra y blandiendo una nueva arma: el Lawfare. El posibilismo fue el código sagrado para justificar ante la gente, los votantes, los ciudadanos, cada vez menos vistos como pueblo y más como mercado de votos, el incumplimiento de los programas de gobierno, la falta de acciones que representaran cambios auténticos, reales y definitivos para la población.

La cultura, la educación, tampoco fue utilizada para empoderar a los pueblos, cuestionar sus condiciones de existencia, poner en jaque las estructuras de pensamiento fabricadas por el sistema para mantener al colonizado, al explotado, al dependiente, aceptando su condición. Los logros y avances sociales –que los hubo y muchos- no sirvieron sin embargo para educar las conciencias de los pueblos acerca de esos avances como producto de sus luchas. El clientelismo aseguraba votos y atrofiaba conciencias.

Esa izquierda jamás va a cambiar las estructuras del poder ni la superestructura del sistema. Es la izquierda moderna, light, posibilista. En realidad ha dejado de ser izquierda, y ha devenido progresista, y como tal se ha convertido en un salvavidas para el sistema; garantía de su continuidad.

No obstante, tampoco es posible creer que en ese proceso el progresismo evolucionó en soledad. Por el contrario, es a la izquierda revolucionaria, aquella cuyos orígenes insurreccionales y rebeldes vienen en Nuestra América desde los años 60 y 70 del siglo XX, a la que también le cabe una cuota importante de responsabilidad. Cierto es que una buena parte de aquellas fuerzas, representantes genuinas de las tradiciones de defensa de lo nacional y popular fueron diezmadas en aquellas luchas, pero sus supervivientes fueron incapaces de lograr articular opciones claras de poder, más allá de expresiones marginales y fueron, además, permeables en más de una ocasión al ingreso de aquellas fuerzas e ideas de la “izquierda moderada, dialogante, racional” o cualquier otro calificativo con que navegaron por el mar turbulento de las políticas nacionales en tiempos que los neo-con y neoliberales dominaban el panorama. 

El pecado de esta izquierda consciente (a la que algunos llaman “radical”, a veces en tonos despectivos, pero que en realidad la define adecuadamente, porque es aquella que va a la raíz de las cosas para transformarlas), no fue el haber aceptado sectores del progresismo en su seno, al fin y al cabo esas también son expresiones del pueblo, sino dejar que ganen la  hegemonía en el movimiento popular.

En parte la izquierda revolucionaria perdió aquellas batallas, y los moderados, con discursos “renovadores”, neutralizaron desde dentro una parte importante de aquellas fuerzas que se ven hoy ante el desafío de una nueva construcción. 

La trampa del progresismo

En las categorías clásicas del marxismo, se denominaba reformismo a lo que hoy llamamos progresismo. Un término más preciso, porque expresa en realidad el objetivo último de esa corriente: reformar mas no revolucionar. Mejorar el sistema, maquillar su dureza, pero no romperlo, jamás destruirlo o ponerlo en peligro. No se trata de demonizar todo lo que tenga que ver con reforma, sino que como afirmara Schafik Hándal, el problema no es la reforma, sino con qué objetivo se utiliza; si el objetivo último es reformar, modificar, humanizar el sistema, entonces es negativo; si representa  un paso táctico dentro del objetivo superior de fortalecer la lucha y la conciencia en el camino a la destrucción del sistema y la construcción socialista, entonces se trata de explotar al máximo sus posibilidades. No es esta última opción la que defiende el mundo progresista.

Aquella tesis de reformar el capitalismo choca, desde la Primera Internacional y desde los clásicos del marxismo y la revolución, con un muro insalvable: el propio sistema. Si el capitalismo en cualquiera de sus formas se mantiene es porque persiste su naturaleza, su esencia: la explotación de los seres humanos. Se puede maquillar, se puede perfumar, pero el fondo criminal del sistema no desaparece, a menos que desaparezca el sistema mismo. Por eso la lucha por el socialismo, la lucha contra el sistema que se alimenta de carne y sangre humana desde hace centurias, es la única lucha que puede representar una esperanza auténtica para la humanidad.

El pecado de una parte del progresismo es haber olvidado, abandonado o vendido sus valores, aquellos que lo vieron nacer en la izquierda pero terminaron anclados en un desván abandonado, como un sueño de juventud.

La izquierda revolucionaria está llamada a dar esa batalla por los pueblos. Una batalla compleja, una que traiga nuevamente a la cabeza y los corazones de la gente el concepto de lucha de clases, para que puede identificar a sus auténticos enemigos, y llamarlos por su nombre, no adversario, no aliado.

Una dura batalla cultural, y una batalla por la organización desde abajo y en las calles, reconociendo que la lucha electoral es una forma más de lucha, una forma válida, por otra parte, pero solo sobre la base de que las campañas, los actos, la construcción de programas y propuestas, la selección de candidaturas, se haga desde la gente, con la gente, por la gente, con un partido revolucionario lo suficientemente fuerte y solvente para garantizar no solo la defensa del voto con la población sino el cumplimiento de los programas con el pueblo movilizado.

En este contexto, y a medida que se materialice el ascenso al gobierno de fuerzas populares, de izquierda consciente, radicales, revolucionarias, en el marco de esa visión orientada a confiar en el pueblo las decisiones trascendentales para las grandes mayorías, el partido revolucionario ha de jugar un nuevo papel. Ya el concepto no será gobernar para consolidar el sistema sino para demoler paso a paso, piedra a piedra, el vetusto edificio del capitalismo neoliberal dependiente.

En este sentido, ese partido de nuevo tipo o de tipo tradicional, algo que en materia de organización, composición y funcionamiento deberán decidir en cada caso, habrá de adoptar una nueva misión de intermediación entre el gobierno con aspiraciones revolucionarias y el pueblo, las masas revolucionariamente movilizadas. Ese balance, ese juego de equilibrio entre el avance del proyecto revolucionario y evitar ponerlo en peligro o retrasarlo, corresponderá posiblemente al partido.  Esa tarea significa unir en pos de un solo objetivo, gobierno, pueblo y partido. El objetivo, convertir los triunfos electorales en victorias políticas, y a éstas en transformaciones revolucionarias que puedan construir nuevas formas de relaciones sociales al tiempo que se destruyen las arcaicas formas capitalistas. Y allí el partido ha de prestar atención también a las fuerzas contrarrevolucionarias, porque esa verdad permanece inmutable: donde hay revolución hay contrarrevolución.

El pecado capital, a nuestro juicio, del progresismo y de los progresistas es su tremendo temor y falta de confianza en las masas, en el pueblo organizado, movilizado y capaz de cuestionar incluso al propio partido, a sus candidatos, a sus gobernantes y capaz también de sustituirlo revolucionariamente si ese es el caso.

Estamos pues ante el desafío de la construcción de opciones desde una visión anti-capitalista, anti-sistema, pero además debe ser una visión popular, participativa, integradora, capaz de sumar las diversas y nuevas aspiraciones y razones de lucha de múltiples sectores de las nuevas sociedades, con la claridad de integrar y no dividir, porque si en algo ha tenido éxito el modelo neoliberal es en construir islas en la sociedad, llevando a diversos sectores a luchar solos y de espaldas a otras luchas, matando los sentimientos solidarios, enfocando cada conflicto en sí mismo, haciéndolo por tanto, fácil de controlar y, en caso necesario, de destruir.

Es finalmente una lucha permanente por la hegemonía, pero ella no termina simplemente con la derrota de las derechas en toda sus variantes, incluidas las progresistas; lejos de ello, esa hegemonía se transformará y se transferirá hacia los nuevos actores protagónicos de las luchas populares, la auténtica construcción de poder popular transformador.